Albarracín, la joya de Teruel
Con su caserío de ensueño fundido con la roca de la sierra y precipitándose al tajo que abre el río, Albarracín es una joya en piedra que no tiene parangón. Nos vamos a Teruel para volver a disfrutar del embrujo de Albarracín, el lugar ideal para volver a creer.
Al sur de los Montes Universales y al norte de la Sierra de Albarracín, siguiendo el meandro que describe el río Guadalaviar, se alza una de las localidades más imponentes de España. Es Albarracín, con su caserío de ensueño fundido con la roca de la sierra y precipitándose al tajo que abre el río: una joya en piedra que no tiene parangón. Porque la belleza de esta localidad turolense no es ningún secreto: tiene más plazas hoteleras que habitantes. Nos vamos a Teruel para volver a disfrutar del embrujo de Albarracín, el lugar ideal para volver a creer.
Albarracín, la belleza está en el interior
La belleza es subjetiva. Lo que a un observador le parece maravilloso a otro le puede dejar indiferente. Pero, en ocasiones especiales, se produce una coincidencia unánime que suprime cualquier discrepancia. Albarracín no admite duda, es puro deleite sensorial y emocional. Porque no solo los sentidos vibran recorriendo sus calles o admirando su silueta desde la lejanía, sino que su hermosura conforta el espíritu: Albarracín es algo más.
No podemos certificar que los lobetanos —tribu íbera citada por Ptolomeo que habría ocupado el territorio en la Edad del Hierro— estuvieran preocupados por su espíritu cuando decidieron asentarse en las faldas de la sierra a la orilla del río. Los primeros asentamientos humanos suelen estar propiciados por necesidades más pragmáticas: protección, acceso a agua potable, alimento, etc.
Al abrigo de la sierra y con el Guadalaviar a un paso todo fue más sencillo para las culturas que poblaron el territorio: a los íberos les siguieron romanos, después llegaron los visigodos —etapa en la que el pueblo se conoció como Santa María de Oriente— y por fin los musulmanes.
Llegamos así al siglo XI, época en la que el clan bereber de los Banu Razin estableció la taifa de Albarracín, el primer periodo de esplendor de la localidad plasmado en dos joyas como la torre del Andador y el Castillo. La primera de ellas se encuentra en la parte más elevada de Albarracín unida a la muralla, aunque en origen fue una construcción exenta. Su ubicación la convertía en un bastión defensivo gracias a la visión panorámica que ofrece de todo el territorio circundante. Con base cuadrangular y aparejo irregular domina con su porte vetusto toda la localidad.
El otro recuerdo de aquella brillante etapa bereber es el Alcázar, un castillo que en origen aprovechó otros asentamientos romanos y prerromanos para edificar el centro neurálgico de la primitiva medina musulmana. De esta época existen testimonios arqueológicos como el hamman en la zona principal y algunas viviendas con patios central en espacios secundarios.
A finales del siglo XII se abre una etapa nueva con la llegada de los cristianos a Albarracín hasta que es a principios del XIV cuando Pedro III de Aragón anexiona la plaza definitivamente a la Corona de Aragón. Es en ese momento cuando Albarracín vive una segunda fase de esplendor que se plasma en la renovación del castillo y en la reconstrucción de las murallas, buena parte de cuyos tramos siguen rodeando la localidad.
Albarracín, rimas y leyendas
El otro elemento que formaba parte del conocido como triángulo defensivo de Albarracín es la Torre Blanca, en el extremo sur del meandro del río Guadalaviar. Se trata de una torre de planta cuadrada de cerca de 20 metros de altura con muros de mampostería que se encargaba de proteger esta zona de la localidad.
Pero la Torre Blanca no solo impresiona por su figura, sino también por su ‘presencia’: se trata del espíritu de la princesa Doña Blanca que debido al odio visceral que, según las crónicas, sentía por ella su cuñada, la mujer del nuevo rey de Aragón, tuvo que exiliarse en Castilla. Camino del destierro, se detuvo en Albarracín donde sus habitantes quisieron protegerla, pero, finalmente, por miedo a represalias de la Corona de Aragón, los señores de Azagra decidieron que debía reemprender la marcha.
Pero de vuelta a la torre donde residía temporalmente, no encontraron nada… o eso cuenta la leyenda. ¿Tal vez vivió el resto de sus días en Albarracín de incógnito y protegida por los albarracinenses? Dicen que cada luna de llena de los meses de verano todavía puede verse el espíritu de Doña Blanca desde lo alto de ‘su’ torre.
Sea o no refugio de espectros, lo cierto es que la Torre Blanca junto a la Torre del Andador, el Alcázar y el resto de la muralla configuraron un recinto extraordinariamente seguro que fue cobijando, con el paso del tiempo, otros edificios que se convirtieron en referencia monumental de Albarracín como es el caso de la Catedral, cuya construcción se inició en el XVI sobre un viejo tiemplo medieval, el Palacio Episcopal, también del XVI, o la propia Santa María de Albarracín, la más antigua de las iglesias conservadas, datada en el XII y construida sobre la vieja iglesia visigoda.
Pero más que elementos disgregados, Albarracín debe disfrutarse como un conjunto, no solo de edificios singulares, sino de viviendas y rincones únicos y deslumbrantes. Buena parte de las viviendas del casco histórico de la localidad se asoman al abismo desde la altura: y es que el crecimiento en altura no es solo patrimonio exclusivo de las megalópolis contemporáneas: en la Edad Media también se rascaba el cielo si el terreno así lo exigía.
Pero si hay una vivienda que atrae todas las miradas esa es la Casa de la Julianeta enmarcada por el Portal de Molina, una de esas estampas que hacen las delicias de los fotógrafos gracias a ubicarse en el chaflán de dos calles que discurren paralelas, pero en alturas diferentes.
Con todo, la visita a Albarracín no sería completa sin mencionar el poético entorno natural de la localidad, empezando por el propio río Guadalaviar que ofrece una ruta espectacular para desgranar todos sus secretos, y terminando por los Montes Universales, donde brota el río más largo de la península, sin olvidarnos de los Pinares de Rodeno, un paraíso senderista en el que descubrir cuevas con pinturas rupestres que nos devuelven al origen de esta maravillosa espiral histórica que es Albarracín.
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